¿YO?

Divagaba por las calles de Peñarroya Pueblonuevo llegando a lugares, a priori, sin ningún sentido para mí.

Observaba fijamente cada una de las historias que pasaban a mí alrededor teniendo la sensación de que el pasado me estaba regalando una segunda oportunidad.

Veía como en la penumbra de la madrugada las ventanas de algunas casas se alumbraban con la tenue luz del fuego de sus estufas.

Tras la cortina del rosetón de una de ellas, una abuela octogenaria con atuendo oscuro divisaba la niebla de ese invierno frio que nos adormecía.

Pasado un rato se escuchó un sonido armónico en casi todos los hogares de la calle. Expectante presté atención para ver que sucedía. No conseguía ver con claridad lo que pasaba hasta que me acerque. El sonido que percibía era el ruido que producían las roñosas bisagras de las puertas.

Aunque era de noche aún, había llegado la hora de ir a trabajar. Seguir extrayendo carbón era esencial para el desarrollo del futuro.

El único pensamiento de aquellas personas era el de volver a su morada al oscurecer.

Poco a poco la noche iba dando paso al día. Se vislumbraban ya algunos rayos de sol en el horizonte.

Yo seguía pendiente de esa ventana con colgadura de encaje en la que apreciaba una sombra frente a una máquina de coser.

Creo que me dormí. No había pegado ojo en toda la noche.

No me había perdido nada interesante. En el momento que estaba abriendo los ojos vi la silueta de una persona abrochando el cerrojo de la tranquera donde llevaba apostado desde el anochecer.

Vestía atuendo negro y un pañuelo del mismo color sobre su cabeza tapaba la brisa fresca cubriendo su grisáceo moño. Se disponía calle abajo con una bolsa de grandes asas en su mano. Acompaño a esta señora en un recorrido por calles empedradas y con cuestas. Sus pies cubiertos con unas rotas zapatillas de paño notaban el sentir de los cantos en sus plantas.

De pronto paramos frente a una gran mansión. El exterior de la misma lucia una fachada esplendía de balcones rasos. Sin embargo en la entrada de este palacete se podía ver gran cantidad de carbón que nadie recogía.

De nuevo estaba solo en la calle. La mujer a la que acompañaba se disponía a entrar en este lujoso lugar. No tardó mucho en salir. Había cambiado la bolsa que llevaba en la mano por un cubo y se disponía a llenar con carbón el interior de este. Una vez lleno, con gran esfuerzo volvía de nuevo al domicilio para vaciar el recipiente.

Tras varias cargas de carbón la calle quedó despajada. Me acerque un poco más para ver si divisaba el rostro de la persona a la que esperaba. Guardaba algunos reales mientras se dirigía hacia la salida.

De nuevo nos dispusimos a seguir andado. Anduvimos bastante tiempo para llegar hasta el mercado. Era grande y pasillo tras pasillo mirábamos qué poder comprar con los reales que había en la faltriquera.

De pronto nos detuvimos ante un puesto y nos dispusimos a comprar un pedazo de pan. Ya no había dinero para seguir comprando por tanto salimos de nuevo a la calle.

Ahora llovía.

Las zapatillas algodonadas no aguantaban el aguacero que se hacía sentir en la calle pero había que seguir andando. Caminábamos bajo la lluvia cuando entre gritos el dispensario de una tienda de calzados nos llamaba para regalar unos zapatos a esos pies desnudos y mojados.

A veces la vida nos agradece el sacrificio que realizamos durante tanto tiempo y hoy parecía ser el día para reconocer la honestidad de un ser luchador.

Agradecida salió de la zapatería. Guardaba en su bolsa las alpargatas que se había quitado, que aunque rotas aún se podían utilizar cuando luciera el sol.

Con los pies secos había que seguir marchando.

Había dejado de llover aunque el cielo estaba oscuro como el color de su ropa.

Nos detuvimos en un parque. Era momento para descansar. El banco estaba mojado por lo que se retiro el pañuelo que llevaba en su cabeza y se dispuso a limpiarlo.

Posteriormente saco el mendrugo de pan y me lo dio.

Las arrugas de su rostro trasmitía la bondad con la que me ofrecía el chusco. No podía aceptarlo pero el hambre obró mal en mi pensamiento y comí.

Aún no había terminado de comer toda la pieza de pan. La mujer me insistía para que la siguiera a un lugar del jardín en el que nos encontrábamos.

Me dirigió hasta una zona donde se encontraba plantada la estatua de un perro. Como pudo, la anciana reclinó su cuerpo hasta mi oreja y me dijo: Ese eres tú. Tú eres el artífice de que hoy haya podido comprar una porción de pan.

De pronto me di cuenta de que encima de esa peana me encontraba yo totalmente embalsamado siendo un testigo en silencio de nuestra historia.

Fue entonces cuando lo comprendí todo.



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